domingo, 27 de diciembre de 2009

Lecturas de domingo y regalito

Extractado de









Informe especial


Tribuneros de doctrina

27-12-2009 / Desde 1983 a hoy la vieja noción liberal de un periodismo comprometido mutó en variantes entre banales y letales que combinan las lógicas más cínicas del entretenimiento, con la necesidad de impacto y el ocultamiento de los intereses que se defienden. De Moreno al siglo XXI, una historia.

PERIODISMO, IDEOLOGíA, INDEPENDENCIA
por eduardo blaustein
eblaustein@miradasalsur.com

Tres historias mínimas de periodistas gráficos. En el momento de la anécdota tenían entre 25 y 35 años; una etapa todavía de formación para una generación que, si no es hoy la dominante, lo será en poco tiempo.
Historia 1. Finales del menemismo. Una redactora que quería trabajar en Cultura publica en un semanario progre-populista una nota en la que la entonces ministra de Educación se deschavaba en asuntos nada decisivos ni ligados a su gestión, pero que la dejaban mal parada. El día de la publicación, con la ministra enojadísima, un editor del semanario se acerca a la redactora, la palmea, la felicita y alienta al grito de “¡Bien! ¡La mataste!”.
Historia 2. Otra redactora política, autora de una notable biografía sobre un prócer del periodismo argentino, decide dejar el diario La Nación, cansada de que le reescriban las notas o la obliguen –por esa vía– a que sus notas aparezcan sin firma. Desde entonces el periodismo gráfico se perdió un cuadro que pintaba de lo mejor.
Historia 3. Días previos al nacimiento del diario Perfil. Un editor jefe de la sección Sociedad deja en claro dos consignas que hace transmitir Jorge Fontevechia. Primera: “No me ensucien la edición con pobres”. Segunda: “La verdad es negocio”.
Por cada día que pasa en cualquier redacción periodística de cualquier medio de comunicación, este tipo de cosas se multiplican por 10, 20 o 30. Hay periodistas que se desviven por ser los autores de la nota de tapa más o menos a cualquier precio y hay quienes ruegan a sus editores que por favor no mientan tanto en la tapa, que no fuercen lo que la nota no dice, que falta chequear datos, que no los obliguen a mentir ni a ser cómplices de operaciones, ni exclusivamente funcionales a la necesidad de la venta.
“La venta” de la nota, decimos los periodistas.

Postales de época. Esta es la época de una generación de periodistas todavía jóvenes que por muy atendibles y compartibles razones crecieron desilusionándose de la política y hasta detestándola. Jóvenes no tan audaces como creen que se formaron en una cultura profesional en la que se confunde la valentía con el hacer ruido o daño y la idea de la independencia con otra mucho más superficial: un tipo de autonomía que sólo lo es del gobierno de turno y según determinen los intereses del medio para el que trabajan.
Desde el momento mismo en que muchos periodistas anclan su modo de ejercer la profesión en un prejuicio profundo contra la política dejan de ser objetivos e independientes. Hay una vieja autodefinición de Eduardo Aliverti que no está mal, algo así como “Soy todo lo independiente que puedo”. Muchos periodistas se hacen aún peores cuando, siguiendo las exigencias del mercado o de un estado de la cultura –gritar para hacerse oír, impactar para atrapar la atención aunque no haya nada interesante por decir– terminan convirtiéndose en pequeños Napoleones matando a microfonazos. La independencia a lo TN –y siguen firmas– tiene algo de ontológicamente imposible –¿cómo disociarse de sí mismo?– salvo emergencia neuropsiquiátrica. Es arduo también ser independiente de los sentidos comunes de la época, de los climas y microclimas culturales, de las “reglas de juego de la televisión” o el mercado, de las jerarquías periodísticas o empresariales, ya sea que esas jerarquías exijan ventas, sangre, compromisos publicitarios, respeto de acuerdos políticos, entretenimiento, rating, denuncias forzadas.
Por banales que suenen las anécdotas relatadas al inicio de esta nota, derivan de ciertos formatos ideológicos que conforman la rama idiota e insustancial en la evolución histórica del viejo periodismo liberal, de Mariano Moreno a la fundación de La Nación como tribuna de doctrina. Insustancial en apariencia porque el periodismo de la pavada, de la banalidad o la venalidad, el del puro prontuario, el del ceño fruncido y el dedo acusador que se yergue desde arriba de un banquito o el que practica “psicoanálisis de peluquería” con las figuras políticas, hace a una visión del mundo ferozmente individualista. Y el acto de asumir la profesión de periodista como un subproducto cínico del entretenimiento (da lo mismo entrevistar a Lula que a un par de lolas) no deja de tener efectos culturales letales.
Todo esto no implica negar lo que los medios hacen de bueno cuando develan realidades dolorosas ni la infinidad de palazos que merecen recibir nuestras clases dirigentes (que son mucho más que las clases políticas, comenzando por los directivos de los grandes medios). Es imposible no sentir rabia, dolor y vergüenza ante la espantosa evidencia de que a lo largo del actual ciclo democrático –26 años después de Alfonsín– la sociedad argentina se hizo más injusta e inhumana. ¿La culpa es del periodista que publica una denuncia seria sobre un hecho de corrupción o de ineficiencia estatal? Por supuesto que no. Pero una diversidad de fenómenos culturales a gran escala y en los tiempos largos implicados en la comunicación masiva ayudan a condicionar lo que la política introduce o expulsa de la agenda.
Esos vastos procesos culturales presionan, moldean, erosionan y ayudan a demoler la capacidad de construcción, ya sea de la política o del Estado. Es absolutamente cierto que son “los políticos” los primeros responsables de la pérdida de credibilidad que padecen. A su vez los medios han hecho muchísimo para hacerlos cobardones o inanes. Si hubiera que rastrear una historia de la degradación de la política en democracia habría que pensar en un doble juego que comenzó más o menos en los años en que los políticos iban a la cama con Moria; no para “humanizarse” sino para ganar en popularidad convirtiéndose en pelotudos. O cuando arrugaban ante las cámaras de Tiempo Nuevo porque Bernardo Neustadt era el que tenía el timing exacto y no ellos. Esos son algunos de los riesgos, por un lado, de la lógica del show televisivo y, por el otro, de la necesaria “adaptación” a la era de la imagen. En la contabilidad final, en la medición de puntos de rating del presente perpetuo, a los medios les importa poco el saldo de ese largo intercambio desigual en el que el poderoso, el que impone las reglas, no suele ser el político, sino el showman.

La era de la incredulidad. Hace unas semanas, minutos después de que en el programa radial de Víctor Hugo Morales se dedicara un espacio al tema de las amenazas contra la Presidenta, salieron al aire los llamados de oyentes llenos de escepticismo agresivo y gritón: todo era una sucia maniobra oficial de victimización. Con buen criterio, Víctor Hugo asoció esos llamados con el fenómeno de incredulidad masiva que se produjo cuando el suicidio de Yabrán. Esa pérdida generalizada de confianza, esa ruptura de los lazos sociales, ¿es sólo responsabilidad de los malos políticos que tuvimos/ tenemos o de una prédica rentable para las empresas de medios?
A los fenómenos de resistencia absoluta contra los relatos de la política puede que refiera Félix Ortega, un académico de la Universidad Complutense de Madrid, cuando dice que “si la palabra dada es un mero artificio para engañar, faltan todas las condiciones para la discusión razonada tendente a superar los puntos de vista enfrentados, así como el mínimo de confianza sin el cual los intercambios resultan estériles”. También dice Ortega que “la lógica del espectáculo, que entretiene a partir de convertir en superfluo razonar, se ha convertido en nuestros medios de comunicación en una ley de hierro, cuyos efectos sobre la sociedad son mucho más importantes de lo que la aparente superficialidad del mensaje da a entender”.
El 6 de noviembre pasado, en pleno proceso electoral, el diario uruguayo El País se dirigió desde su editorial a Pepe Mujica para dejarle en claro que “El País está en campaña para que usted no alcance la Presidencia de la República”. Héctor Borrat, un gran periodista uruguayo exiliado en Barcelona desde los ’70 y autor de textos consultados en universidades de todo el mundo, solía decirles a sus alumnos de la Universidad Autónoma de Barcelona que un periodista debe ser una mezcla de sociólogo y de historiador. Esa aspiración a comprender y reflejar con rigor y compromiso la complejidad es la que ha perdido el periodismo en todos estos años. Lo que en absoluto han perdido los medios es lo que Borrat llama su esencialidad de actor político, ya sea que se vocifere al estilo siglo XIX, como en el editorial de El País, o que se tenga una capacidad asombrosa para mutar encubriendo siempre los propios intereses bajo el manto de la independencia y erigiéndose como la auténtica representación de una voluntad popular que la política sólo bastardea.


Regalo:


No hay comentarios: