Cuando uno es un niño ve a los grandes como algo inalcanzable, quizás perfecto. Y yo admiré a mis maestros. Pero desde la cosmovisión del niño. Ahora, a la distancia los admiro más y desde otra perspectiva, claro.
Hice la primaria entre 1966 y 1972, en la Escuela 13 DE 20 “República de Filipinas”, en el barrio de Mataderos. Y si hay algo que recuerdo bien es a mis maestros, esos que capitaneados por el Director (Sr. Verna) y el vice (Sr. Pedro Repullés), marcaron mi vida mucho más que cualquier otra persona, aparte de mis padres.
Tengo que nombrarlos, dejaron una huella imborrable en mi existencia:
- Marta Bencivengo
- Marina de Gatius
- María Teresa Arellano
- Nilda Banchero de Díaz (Chela)
- Héctor Alberto Robles
- Berta de Negro
Y otros que no por no haber sido propiamente mis maestros: Eloísa Telesca, por ejemplo, marcaron de alguna forma mi niñez. Y cuando digo de alguna forma, ésta fue buena o más que ello.
No es sólo agradecimiento lo que anima este texto, no. Es admiración, profundo respeto, el más entrañable cariño (el más puro) y porque creo que es un acto de justicia.
Ni más ni menos. Justicia. Esa palabra que de tan nombrada puede caer en el proceso de neutralización lingüística y de tan necesaria, convertirse en mágica, para la solución de nuestros problemas como sociedad.
Pero ya habrá más de una entrada, seguro, en la que me referiré a la justicia.
A partir de hoy quiero hablar de mis maestros. Sobre maestros y sobre educación serán las primeras entradas de este humilde blog.
Sí, de mis MAESTROS, así, con mayúscula. Y reflexionar con ustedes, si así lo desean, sobre la educación.
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