jueves, 2 de octubre de 2008

Sarampa I

Continuación de “¿Y a qué va a Sarampa?”

Una vez instalado en el único hotel del pueblo, modesto, con baño compartido, aunque para mí solito pues era el único huésped, me doy una ducha rápida (el calor era poco menos que infernal), me visto con el obligatorio saco y corbata salgo rumbo al banco.

Les pido que hagan un ejercicio de imaginación visual: Pueblo del norte de Santa Fé, Enero, media mañana, pleno sol… para resumir: 1745º Celsius de temperatura y 348% de humedad. Un esfuerzo más: Un gordito rumbo sostenido a gordo, de saco, corbata, zapatos y maletín caminando hacia el BNA.

Mi entrada al banco supone un acontecimiento digno de interrumpir toda actividad dentro de la sucursal, sumiendo a todos: clientes y empleados en una especie de catatonia momentánea que los hace mirarme fijamente por cuatro o cinco interminables segundos, después de los cuales todo vuelve a una especie de normalidad que no era tal, pues los múltiples secreteos eran ostensibles. Digan que por mi experiencia teatral no pudieron amilanarme fácilmente, aunque seguirían intentándolo.


Algunas disgresiones:

En los instructivos previos a nuestra salida como instructores al interior de nuestro país figuraban el respeto a los locales, más que nada para prevenir esa tirria natural contra los arquetípicos porteños. Razonable, por un lado (hay cada uno…) pero por el otro sin un ápice de conocimiento “in situ” de las distintas idiosincrasias. O sea: No teníamos que llamar mucho la atención, pero el traje era insoslayable. (En este caso, un sinsentido rayano en la más porteña de las pelotudeces.)


Me presento, me entrevisto con el Gerente de la sucursal y pactamos el horario del curso. Empezamos mal: Les interrumpiría la siesta. Los bancarios trabajan muchas horas más que las de atención al público, en Sarampa, por ejemplo, abrían de 7:30 a 12:30, se iban a sus casas y volvían tipo 17:00 para seguir con las tareas hasta aproximadamente las 20:30, 21:00 hs. Y yo tenía que dar seis horas de curso diarias, durante cinco días.



Para una sucursal grande no hay problemas, porque los empleados son más y se van pasando entre ellos los conocimientos, pero en lugares como Sarampa, al curso debían asistir TODOS. O sea que llegué a cagarles no solo la siesta, sino también la vida. De todas formas subyacía en los alumnos (del gerente hasta el ordenanza) un profundo entusiasmo por efectuar el curso. Una a mi favor (¡por fin!).

Debería volver alrededor de las 15:00 y comenzar con el curso, en el que irían rotando todos, mientras iban terminando sus tareas, que por cierto, no se interrumpían a no ser que quisieran quedarse a vivir en la sucursal.


Volví al hotel.

Empapado (y no llovía).

Nueva ducha.

Letargo. Almuerzo liviano (de verdad).

Letargo. Nueva ducha.

Traje. Maletín. Calle.


La única imagen que se me ocurre para describir la sensación de salir a esa hora (14:45) es la de entrar a una inmensa olla llena de caldo bien caliente.

Ni un alma en la calle. Menos en la plaza doble. Pero esa sensación de que te están mirando, corroborada por los inconfundibles movimientos de las cortinas en las ventanas.


El gordito estoico llama a la puerta de la sucursal y cuando le abren es blanco de las más enérgicas y entendibles carcajadas por parte de los asistentes.


Todos, pero TODOS, en remera, short y ojotas, con el aire acondicionado a full.

Se imaginan que al día siguiente era uno más. No debieron hacer mucho esfuerzo para convencerme.


Sigo más tarde y les aseguro que de Sarampa todavía no conté lo mejor.

Prometo solemnemente que el “más tarde” será eso.




3 comentarios:

Germanico dijo...

Me engancho muchisimo. Espero la continuacion. Me imagine las situaciones: un sol rajando la tierra, en horario de siesta, un pueblo tranquilo y desolado.

Saludos.

El Vasco dijo...

Así es mi pueblo, muy parecido. Saludos!!!

difícil la tipa dijo...

Criminal interrumpirles la siesta!